Magia y milagros

Mario Manzanares-AAA

En las ocasionales salidas realizadas por la AAA para público en general, no falta jamás quien se
acerca al aficionado y le inquiere: “Y…¿nunca vieron nada raro?”
La respuesta, sabia y medida, es: “Sí, siempre”. Si ella logra la atención del curioso, acto seguido se
le hace referencia a las maravillas que el firmamento ofrece a la vista del observador.
De todos modos, con no poca frecuencia quien hace la pregunta ignora lo que se le dice. Es algo
lógico después de todo. Sabemos muy bien a qué se refiere. La respuesta que desea es otra, y queda
comprendida en la seudocientífica “ufología”.
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Cuentan que un maestro espiritual de la China legendaria caminaba por una senda rural
acompañado de su alumno, cuando se cruzaron con un hombre que se hallaba cazando conejos.
Este, al reconocer al monje, se acercó a él con admiración y, tras alabarlo; le pidió que le enseñara
algo milagroso. El sabio le mostró los campos cubiertos de mieses que maduraban al Sol y le dijo:
“Eso es un milagro”. El hombre lo miró con curiosidad y le solicitó: “No comprendes, quiero ver un
milagro”. Acto seguido el monje le mostró un riachuelo lleno de peces multicolores y le dijo: “Ese
es otro milagro”. Ya algo molesto, el hombre exigió: “¿No has entendido? Todos dicen que eres
capaz de hacer milagros. Quiero ver uno. Ve y cura ese conejo herido por mis flechas, que agoniza”.
“No puedo hacer eso” respondió el religioso, tras lo cual el hombre, enfadado, lo llamó embustero y
se fue. Cuando se hubo alejado, el monje se arrodilló junto al conejo, lo acarició, y acto seguido sus
heridas se cerraron. “Maestro – dijo su alumno maravillado – sí podíais hacer milagros. ¿Por qué no
lo hicisteis para ese hombre?
“Porque él no deseaba milagros sino magia. Aquel que no es capaz de ver un milagro en las cosas
que le rodean a diario, no merece acceder a un conocimiento espiritual mayor”.
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Sabios astrónomos-Fotograma de la pelicula silente “Viaje a la Luna” George Melies 1902


Ocasionalmente nos llegan personas que nos hablan de contactos extraterrestres, abducciones,
viajes a una de las lunas de Júpiter, mensajes de “sabios”, etc. Intentan embaucar a quienes – pago
mediante, no faltaba más – llevan a presenciar avistamientos de ovnis que finalmente no tendrán
lugar. Son objeto de reportajes y entrevistas, y desarrollan en ellas sus alocadas digresiones carentes
de prueba alguna, retirándose luego satisfechas de haber dejado su “mensaje”. Radios, periódicos y
TV habrán llenado espacios y logrado algo de rating. Todos felices.
Muchos de sus oyentes aceptarán sus dichos sin posibilidad de duda.
Personas así logran espacios, y se les facilita difundir sus palabras. Peor aún, disertan en
instituciones que se suponen centros de cultura, y en la que supieron dictar conferencias verdaderas
eminencias de la ciencia, la literatura y la filosofía.
La magia sigue teniendo un poderoso efecto sobre las personas. Libros y películas en los que sea la
principal figura logran grandes éxitos de venta y audiencia respectivamente.
Son solo un entretenimiento, se dirá.
Sí, es cierto. Pero conllevan la expresión de cosas arraigadas en lo más hondo del ser humano desde
muy antiguo. El misterio, lo oculto, el acceder a cosas que sabemos vedadas al ser humano, fuera de
su alcance, lejos de su naturaleza.
Nos fascinamos con el volar de las aves y envidiamos esa facultad. Volamos en aviones, sí; pero lo
sabemos artificial. De allí que nos sea subyugante alguien como Superman.
Entonces, desde muy antiguo, caemos en manos de embaucadores. Somos presa fácil si dejamos a
un lado nuestro discernimiento.
En una exitosa serie de televisión, el protagonista tenía colgado en la pared de su oficina un cartel
que rezaba: “I want to believe” (Quiero creer).
Eso es lo que todos queremos, creer.

Todo pasa por la fe. Y la fe no sabe de pruebas, no las necesita. La fe es enormemente poderosa.
“Si tuvierais la fe del tamaño de un grano de mostaza, podríais mover una montaña” dicen las
Escrituras. Y el grano de mostaza es una de las semillas más pequeñas que se conoce.
La gente cree porque decide creer. Porque le agrada, porque le sirve, porque la tranquiliza, por mil
razones…
No estamos aquí haciendo alusión a la fe religiosa.
Hablamos de la fe en general. Todos los días creemos. La mayor parte de nuestras acciones están
fundamentadas en la fe. Creemos que el médico curará nuestra enfermedad, que el comerciante nos
venderá al precio justo, que el viaje será agradable, que la dieta nos hará adelgazar, y muchos otros
que…
Creemos. Tenemos fe.
Si a esto agregamos la fascinación por la magia, el plato del engaño está servido.
Horóscopos, jugadas de buzios, tarot, cuentos de extraterrestres…
Y audiencias fascinadas escuchando al gurú de turno.
Entonces sucede lo que al hombre de la historia previa.
Cambiamos el milagro por la magia y nos quedamos esperando que algo maravilloso suceda,
mientras ello ocurre a nuestras espaldas, sobre nuestras cabezas, o directamente frente a nuestros
ojos.
Milagros ocurren a diario, cada hora, cada minuto.
El Sol sale sobre el horizonte bañándonos en su luz, o se pone en un impresionantemente rojo
crepúsculo. Una Luna bellísima asciende en el firmamento e ilumina el campo con una luz muy
difícil de definir.
El otoño nos regala árboles repletos de hojas de color ocre que forman alfombras a nuestros pies.
El mar golpea incesantemente las rocas de la orilla como lo ha hecho por milenios, en un incesante
ir y venir que podemos contemplar por horas.
El fuego crepita en la chimenea, y el juego de las llamas resulta fascinante.
Un bosque cubierto por la nieve resulta el paisaje más silencioso y sobrecogedor jamás visto.
Los ingenios creados por el hombre son también milagros.
Un pequeño aparato provisto de ruedas se desplaza lentamente por la superficie marciana, y nos
envía imágenes “on line” que nos permiten, desde la comodidad de una silla frente a la pantalla de
la computadora, estar allí, observando lo que jamás nadie vio desde que el Universo fue creado.
¿Y nosotros?
¿Qué hacemos nosotros, los aficionados a la astronomía?
Cada vez que podemos hacerlo, aplicamos nuestro ojo al ocular del telescopio buscando imágenes
de cuerpos que, en ocasiones, son acercados en la luz emitida cuando el hombre no era ni tan
siquiera un proyecto en el cosmos.
Pequeñas imágenes que nos despiertan admiración y nos asombran, haciendo que, junto a la alegría
por verlas, se despierte en nosotros un sentimiento sobrecogedor que nos deja con la respiración en
suspenso.
Y sí, es lógico. Estamos ante un verdadero milagro.
Somos verdaderos privilegiados. Tal vez el lector se sonría, pero es cierto.
Que la luz de ese cúmulo globular que ahora resuelve en estrellas, y que dista decenas de miles de
años luz, llegue a su ojo; hace de Ud. una persona privilegiada. Son realmente pocas las personas
que han tenido la posibilidad de estar en la oscuridad de la noche bajo un cielo estrellado y calmo,
mirando al pasado, accediendo a luces muy distantes, a distancias ni siquiera imaginadas.
Presenciamos un milagro.
Luchar contra la magia no es sencillo.
Pero los aficionados a la astronomía, al igual que quienes imparten docencia en esta ciencia; somos
transmisores de milagros. No ofrecemos magia. Brindamos algo mucho más importante: milagros.
Cada vez que nos inquieran sobre aquello que vemos, respondamos: “Vemos milagros”.
Transformémonos nosotros en el “mago” que la gente busca, según el significado que en la
antigüedad esa palabra tenía: hombre sabio, conocedor.

Hagamos que, con sencillas palabras exentas de soberbia, nos vean como aquel que abre a sus ojos
el mundo de misterios al que desea acceder.
La gente quiere creer.
Hagamos que lo que ofrecemos en el ocular del telescopio forje en ella una fe inamovible en que la
vida misma es milagrosa.

Hay dos formas de vivir la vida: Una es pensar que nada es un milagro, la otra es pensar que
todo lo es
”.
Albert Einstein (1879 – 1955)

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